Una
ristra de pueblos holandeses a cada lado de la línea roja. Final de trayecto:
Venlo. En esa indeterminación en la que el espacio y el tiempo se funden en un
vagón de tren, uno vierte sus pensamientos sobre la libretita de tapas blandas
que palpita en la mochila y que constituye la extensión más sincera de uno
mismo. Cansado y aturdido, esboza signos
que se encuentran a medio camino entre el dibujo y la palabra, como señales de
humo que escapan de su mente y que poco a poco van tomando forma, y se hacen
concretas y empiezan a hablar. Escribe, ajeno a su destino y a la dureza del
suelo que esta noche le servirá como colchón.
01-07-2014
(Trayecto Ámsterdam-Berlín)
Escribo hoy
por primera vez en este viaje que empezó hace seis días en la terminal del aeropuerto
de Valencia. Escribo, la verdad, porque no tengo nada mejor que hacer en el
tren. Fuera está oscuro y las vacas duermen. Dentro, mis compañeros de
aventuras leen, dibujan, escuchan música o teclean palabras en una pantalla. Un
tío holandés explica en una lengua incomprensible que la siguiente parada es
Utrecht. Ya hemos llegado, la gente corre hacia los trenes. Dos tipos con pelo
largo se acaban de sentar delante. Una pareja pasa frente a la ventanilla. Otra
vez en marcha. Adiós Utrecht. Todo vuelve a estar oscuro. A veces nos cruzamos
con trenes que van completamente vacíos. El tren traquetea… En medio de esto me
acuerdo de Yairus y de su boloñesa y de su pisito en Rotterdam. Y de su asento
con el que nos explicaba lo bien que cosinaba su abuelita. Me viene a la cabeza
el Rijk. Rembrandt me ha fascinado. La Ronda de Noche es espectacular. Está
expuesta al fondo de una gran sala. Me quedo con la sombra que proyecta la mano
del tío que va de negro y con la cara iluminada de la niña que aparece por
detrás. También me han encantado los batavianes y un paisaje en el que una nube
eclipsaba al sol,
dejando una claridad al fondo, algo así como una
puerta hacia el cielo. La luz en Rembrandt es magia, es como un polvo dorado
que brota de lugares inesperados, creando un halo de misterio.
Vermeer es de mis pintores favoritos. Un día
alguien me dijo que si tuviese que ser un cuadro, escogería ser un Vermeer. La sencillez
con la que expresa la profundidad poética de sus personajes es increíble. La
lechera parece ausente, manteniendo un diálogo eterno con el flujo de leche que está
vertiendo. Como si en ese estado llegara a comprender una verdad profunda, que
pasa desapercibida para los demás. Uno se enamora de la lechera o de la mujer
embarazada que viste de azul, y desearía besarlas en la frente o en los ojos.
Van Gogh es
algo aparte. Pese a que en su museo lo han convertido en un burdo icono del
merchandising, Vincent es ese artista que, aunque su dibujo es atroz, uno no
puede evitar querer. Quizá por sus colores, por el hecho de que es capaz de
pintar una cara como si la piel estuviese hecha de semillas de girasol o un
cielo de color verde. Me impacta la evolución que experimenta desde sus primeros cuadros. Los comedores de patatas es algo esperpéntico, una carcajada helada que nos recorre la espina vertebral cortándonos como la hoja de un cuchillo. La risa se deshincha como un globo para dar paso a una profunda tristeza. La perspectiva de su habitación
en Arles es infame, pero la mancha de óleo que se acumula sobre la almohada es
brutal. Es difícil dar un salto tan grande. Valorar a Rembrandt y seguido a Van
Gogh. Deberíamos para ello tener un diafragma tan ágil que fuera capaz de
comprender todo lo bueno que hay en cada uno. Ya no sólo en cada autor, también
en cada lienzo. El arte en cuanto a representación no es más que algo dramático,
un llanto por lo que nunca seremos capaces de alcanzar. Nunca seremos capaces
de dar vida al David, ni de hacer correr la sangre en sus mejillas. Podremos,
sin embargo, dibujarlo hasta la exasperación, hasta que tiremos el pincel y
entendamos que no somos Dios. Van Gogh lo entendía. La grandeza de Vincent no
radica en su divinidad, sino en lo genial de su humanidad. La humanidad ingenua
y la brutalidad de los niños que con su sinceridad nos muestran un cielo
repleto de nubes con las formas más increíbles y los colores más vibrantes. Van
Gogh es como un amigo al que quieres mucho. Al ver sus cuadros entiendes la
poesía que guarda y la imposibilidad de expresarla a través de los medios
convencionales. El color es el último recurso al que se atiene, en un grito
discordante que abofetea al espectador para hacerle sentir en sus carnes la
realidad que sufre.
Supongo que hay alguna razón para que estudies arquitectura, pero, sinceramente, no sé qué haces en la Escuela. Lo dicho, un placer y un lujo.
ResponderEliminar