Una ventana hacia los dieciséis, hacia esa edad en la que a un chaval le regalan una cámara y se enamora del cielo, y de las nubes y de las sombras de los árboles. Recuerdos que esbozan sonrisas, que crean nudos en la garganta, porque claro, eras tan tonto y ahora te crees que sabes pero no… nunca sabes.
Me encanta rebuscar en ese cajón en el que la única tela de araña que queda se escribe ahora con unos y ceros y no importa si se abre aquí o en Bután. Quizá las fotos no expresen nada, pero ahí está Andrés que toca la cruz porque ha llegado a la cima. No hay nubes sobre Villar. "¿¡Se ve el mar!?"… gritamos a los paracaidistas.
Y ahora caminas por Marchesino y ves la luz roja, como las naranjas rojas con las que te hacen el desayuno por la mañana. Y esa casa abandonada en la que nos colamos e Ilaria te dice que subas por aquí y el pasillo se hace estrecho y largo y al final la ventana… la luz es tan roja en Verona.
Ali con su nikon. De ella surgirán los elefantes y dinosaurios que pueblan las remotas tierras de Alpuente, y los míticos ritos búlgaros que bendicen el desayuno. Y una autofoto en un campo recién segado y un te quiero hasta el fin del cosmos.
Shhhhit, ya estamos retóricos y sentimentales.
También me gustan las entradas retóricas y sentimentales. Un placer leer la tuya... y, por supuesto, las imágenes. Muy bien.
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