miércoles, 24 de septiembre de 2014

Seulement l'art peut empêcher le meurtre de l'âme.

Masaccio, Modigliani, Vermeer, Velázquez, Praxíteles, Picasso, Miró, Ghirlandaio... Uno junto a otro, sobre otro, bajo otro. Y casualmente la joven de la perla nos mira, ignorando a las señoritas de Avignon, que a su lado compiten por llamar la atención del espectador. Todo así, dispuesto de un modo aleatorio, saltando siglos de centímetro a centímetro, de una postal a otra. En esa masa informe e inconexa comienzan a establecerse relaciones subterráneas, sentidos escondidos que se buscan y que se refugian en las esquinas de los siglos. Ese nuevo ojo rompe con los ataúdes en los que los miopes habían enterrado al arte, como esa lengua muerta que tan sólo existe para los eruditos, y trata de observar cada obra con la fascinación de un niño. Cada nube, cada árbol, cada gesto es todo un mundo.

Jean Cocteau ha dicho: "Yo he preferido siempre la mitología a la historia porque la historia está hecha a partir de verdades que llegarán a ser mentiras tarde o temprano y la mitología está hecha a partir de mentiras que llegarán a ser verdades a la larga". Quizá entre nosotros estén vivos todavía la ira de Juno, o la osadía de Aracne, o la monstruosidad del Minotauro. Quizá todos ellos se escondan bajo las apariencias, bajo esas palabras que entendemos como monedas de cambio. Mientras tanto, vamos a los museos y miramos los cuadros con una mezcla de incomprensión y de intriga. Los artistas sonríen desde la dimensión intemporal al ver a los eruditos repasar la Kabala.

Podremos reescribir y analizar hasta la saciedad cada una de las obras. Mas sólo cuando la palabra sea insuficiente para expresarnos es cuando habremos trascendido el arte. Es entonces que dialogaremos con Klimt o con Miguel Ángel como cuando lo hacemos con un amigo.